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ARTÍCULOS

CLUB NACIONAL DEL DOGO ESPAÑOL

PERROS AL TORO


PERROS AL TORO (por Fco. Rincón, afijo Los Tercios)

La lucha con el toro es algo que siempre apasionó al hombre. Son muchos los datos incluso prehistóricos que así lo avalan. Buenos ejemplos de ello son las numerosas pinturas rupestres diseminadas por toda la Península Ibérica y por el sur de Francia (Remígia, Lescaux.).
Tal riqueza documental invita a considerar que el enfrentamiento con el toro no era algo casual, más bien se buscaba tal lance, muy posiblemente como demostración de virilidad y valentía. Además, parece evidente que nace en las raíces más profundas de los pobladores de la Península Ibérica, al igual que el toro bravo, descendiente del Uro y al que en infinidad de documentos se le sitúa como oriundo de estos lares. De gran valor documental, en este sentido, son determinados textos romanos y la conocida pintura de Augsburgo, fechada muy posiblemente en el siglo XVI.
Sobre el origen del toro bravo, a día de hoy todo hace indicar que la teoría polifilética parece la más acertada. Esta fija el origen de nuestras reses bravas en una mera selección y fijación de las distintas vacadas domesticas y semi-domesticas de la Península.
Sin duda nos encontramos ante los cimientos de la tauromaquia. Podríamos definir tauromaquia como aquel conjunto de intuiciones, experiencias o saberes mediante las cuales el hombre, ser frágil pero racional, se impone en una lucha cuerpo a cuerpo al animal más valiente y fiero que no es otro que el toro bravo ibérico.
Son muchos los que consideran que el origen de la tauromaquia española está en las celebraciones cretenses. Un buen ejemplo de ello es el profesor Harry Rodolfo Reichel. Los defensores de esta hipótesis señalan que tal costumbre se extendió por todo el Mediterráneo llegando a la Península Ibérica de manos de los Ligures libios.
Otros, como por ejemplo Rodrigo Caro, señalan su origen en las fiestas de los Caballeros de Tesalia (antigua Grecia).
Incluso, como es el caso de López Pelegrín, especulan con que dicha costumbre proviene de tierras africanas.
Estas teorías pierden fuelle ante evidencias como la “Piedra Clunia”, hallada en Burgos y en la cual se puede apreciar a un jinete y a un perro atacando la oreja de un toro. Incluso algo más antigua sería la hallada en Burgos también, pero de origen celtíbero, en la que aparece un guerrero en clara lucha con un toro y en cuya inscripción podemos leer “niciarnadi” que significa “el montero”.
Entre los grandes defensores del origen peninsular de este arte estarían el Marqués de San Juan de Piedras Albas, el cual afirma que el toreo es algo netamente español, incrustado en la psiquis de los pobladores de estas tierras.
Otra muestra más de la larga, desde el punto de vista temporal, de la relación de nuestra península con el toro bravo, serían los testimonios de Estrabón, el cual hace referencia al toro bravo en el valle del Guadalquivir, tierra ligada al toro desde época tartésica.
Destacable en este sentido, sería también el bajo relieve encontrado en la localidad de Osma, Burgos y en la cual podemos observar a un hombre de nombre “Bey Arnuri” venablo en mano y esperando la acometida de un toro.
Todos estos testimonios históricos vienen también a contradecir las teorías que fijan como origen de la fiesta del toro, al circo romano. Parece evidente que los festejos romanos solo afianzaron la ya consolidada tradición hispana.
Pero tomar la tauromaquia o la lucha con el toro, como un arte homogéneo imperturbable a lo largo de los siglos es un enorme error. Debemos tener presente que estamos ante una recreación artística dinámica, que se malea y se adapta según los condicionantes sociológicos, políticos, etc…, de cada momento de nuestra historia. Brillante en este sentido sería la clasificación en tres grandes bloques, que haría José Carlos de Torres, investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. José Carlos determinas tres grandes etapas.
Por un lado, nos encontraríamos con la etapa de lidiar y correr toros, que se da en la Edad Media. En otro nos encontraríamos con la denominada Fiesta del Toro, propia de los Siglos de Oro y por último las Corridas de Toros, que se dan en los siglos XVIII, XIX y XX.


Lidiar y correr toros.

En esta primera etapa, de la cual existe testimonio escrito en los siglos XIII, XIV y XV, se trataba de un evento tosco, improvisado, en los que participaban por igual pueblo llano y nobleza. En esta primera etapa no existían, ni tan siquiera, ganaderías especificas para la cría de estas reses, más bien se trataba de la lidia de la más diversas castas de ganado bravo y semi-bravo que abundaban en nuestras tierras.
La ausencia de un marco normativo homogeneizado y claro, estaba muy lejos de ser alcanzado. Podríamos decir que, en esta primera etapa, el marco normativo era prácticamente inexistente. Lo máximo que podemos encontrar en este sentido son los Fueros de Villas y Ciudades. El origen de un relativo marco normativo, venia motivado, en la mayor de las veces, por los graves y frecuentes accidentes, fruto de la afición de correr toros. Ya en el s.XII, el Fuero de Sobarbe fija normas para correr toros, con el fin de proteger a la población. Especialmente explícito, dentro de este Fuero, es su artículo 293.

La mayoría de los Fueros de los siglos XV y XVI, recogían la obligación de que los carniceros separaran de los rebaños, las reses mas bravas, para que después pudieran ser corridas de camino al matadero. Como es de suponer en tales menesteres, la colaboración de los perros era imprescindible.
Puestos a retroceder, podemos descubrir que para este tipo de eventos ya existían intentos de regulación desde la época visigoda.
Había otros eventos taurinos, de mayor rango y preparación, en los cuales la autoridad era ejercida por su majestad.
El propio Alfonso X, en su Código de las siete Partidas, intentó poner orden en dichos espectáculos en el S.XIII, intentando prohibir la presencia de profesionales a los cuales intentó delegar a meros “desjarretadores”. En lo que sí parece clave esta nueva regulación es en la aparición de las plazas de toros, las cuales supuso un primer paso en el desarrollo regulador de esta manifestación artística y claro está, afectó de manera fundamental, en la participación de los perros de toro en estos eventos.
Dicha costumbre, no solo era popular en la Hispania cristiana, parece evidente que también gozo de excelente aceptación desde un principio entre los moradores de la España musulmana. Entre la documentación que avalaría dicha práctica podemos citar un archivo de la Colegiata de Roncesvalles, donde Carlos II de Navarra (s. XIV) ordena el pago de 5 libras a dos hombres, uno moro y otro cristiano por hacerles venir a Pamplona a lidiar dos toros.
Ya en esta primera etapa existe documentación que avala la existencia de auténticos profesionales en el arte de lidiar toros, los cuales eran conocidos como “matatoros”. Dicho calificativo ya fue utilizado por Fco. De Cepeda en libro Resummpta Historial de España, en 1642, cuando se refiere a estos profesionales en el S. XI.
En referencia a la obra mencionada podemos leer: “El ano 1100 fe halla en memorias antiguas, que fe corrieron en fiestas públicas toros, espectáculo folo de España y que, mirando a buena luz, tiene mucho de fiereza…”

En el mismo término se pronuncia el Marqués de San Juan de Piedras de Albas cuando escribe: “La muerte de toros por personas que a ello se dedican, se anunciaba ya por los años 1380 a 1400”
Incluso el propio historiador Ibn Al-Jatib (s. XIV, Granada) afirmaría “…cerca del Generalife, lugar destinado al recreo y esparcimiento estaba el palenque abierto en los que caballeros, así moros como cristianos, solían ventilar sus recíprocos agravios y querellas, la plaza de torneos, corridas de toros con perros ALANOS y otras fiestas. Estos toros o vacas salvajes eran atacados con FUERTES PERROS ALANOS (claro ejemplo del tipo perro de toro) que se colgaban de las orejas como si fueran pendientes, restándoles vigor, para entrar luego en la lidia los hombres……”
Como podemos intuir se trataba de espectáculos toscos, rudos, tremendamente violentos, fiel reflejo de la sociedad del momento. Esta es una constante que se repetirá hasta nuestros días y como veremos mas tarde pieza clave para entender la desvinculación del perro de toro de nuestra tradicional tauromaquia. Una muestra de este caótico y falto de regla espectáculo lo podemos ver en este pasaje del Condestable Don Miguel Lucas de Iranzo, escrito por Pedro de Escavias en el S.XV y que dice: “…y entre otras cosas, un día antes que se partiese, mandó correr ciertos toros en el Alcázar de Bailen y al tiempo que se corrieron mandó soltar una leona muy grande que allí tenía…”.
Los testimonios que avalan el arraigo de las lidias de toro en esta época son innumerables, lo que demostraría que estamos ante un evento social de primera magnitud y fuertemente implantado en la sociedad española. Además, desde estos primeros momentos podemos percibir que no estamos ante un binomio hombre – toro, nuestros perros de presa juegan un papel fundamental desde esta primera fase. Y estos perros de presa no eran otros que nuestros perros de toro, animales popularísimos entre las clases mas bajas de la sociedad, especialmente los carniceros para los cuales eran imprescindibles como herramienta de trabajo. Un buen ejemplo de ello lo encontramos en las crónicas de León Rosmithal, el cual escribiera sobre el evento vivido en el Burgos de 1466: “En los días festivos tienen gran recreación con los toros, para lo cual cogen dos o tres manadas y los introducen sigilosamente en la ciudad, los encierran en las plazas y hombres a caballo los acosan y les clavan aguijones para enfurecerlos y obligarlos a arremeter a cualquier objeto. Cuando el toro está muy fatigado y lleno de saetas, sueltan dos o tres perros que muerden al toro en las orejas y lo sujetan con gran fuerza; los perros aprietan tan recio que no sueltan el bocado si no les abre la boca con un hierro”.
Otro buen ejemplo lo encontramos en 1387, durante el reinado de Juan I, el cual mandó preparar unos toros para probar unos alanos traídos de Castilla. Este evento tuvo lugar en la localidad de Fraga. Con anterioridad, el propio Juan I, esta vez en Tolosa y en 1324 celebró otro evento del cual Rafael de Tasis dejaría testimonio escrito “…porque queríamos tomar plazer en veros matar toros, vos dezimos e mandamos que vengades aquó a nos, con cuatro toros los más bravos que haver podredes e ocho murillos e dos alanes vaqueros…”.
Incluso encontramos testimonios de la participación, ya en esta primera etapa, en la Italia española, como es el caso de este pasaje de la época de Juan II, concretamente en 1332 y que dice: “…llevando los toros enmaromados y con PERROS, y no obstante estas precauciones sucedieron en Roma en el año 1332, que murieron en las astas de los toros 19 caballeros romanos y muchos plebeyos, sin contar con los heridos que fueron muchos”.
Quizás, en esta etapa, en pleno S.XIV, encontramos el que sin duda es el documento más antiguo, extenso y de mayor calidad, sobre el alano en general, en cuanto a todos sus “tipos” se refiere. Nos referimos al celebre Tratado de la Montería, el cual dice explícitamente “…el que sea ligero alcanzará presto, antes que haya corrido mucho y llegará con mejor aliento que si alcanzara lejos y tendrá mejor que el que por su pesadumbre llega ya ahogado. Y aunque el alano sea liviano no por eso perderá las hechuras hermosas, dígolo porque algunos no los tienen por hermosos si no son muy fieros de cabeza y de todos los otros miembros, estos tales verdad es que son más para tomar vacas que para el monte, porque la mayor parte son pesados…”.
Pese al fuerte arraigo, la costumbre de lidiar toros sufrió una fuerte decadencia en la última parte del S.XV, motivado primordialmente por la escasa simpatía que por tales eventos manifestaran los Reyes Católicos. En este sentido es relevante la consideración que tal espectáculo despertaba en Fernando, para el cual se trataba de una “costumbre de moros”.

Fiesta del toro

Comenzamos a percibir ciertos cambios en lo que se refiere a una mejor organización de los eventos y profesionalización de la lidia. Un buen ejemplo de ello sería la aparición de ordenanzas municipales que pretendía poner cierto orden en los caóticos y sangrientos eventos taurinos de la época. En esta época lo más común era que el toro muriera desjarretado con la media luna, para lo cual el agarre de los perros de toro era imprescindible.
Otro buen ejemplo de esta “profesionalización” es que se empiezan a diferenciar entre unas y otras vacadas. Buen ejemplo de ello lo encontramos en Jerónimo de La Huerta, el cual en 1593 decía: “Háyanse toros muy diferentes en España, así en la generosidad de ánimo como en el color, talla y porción del cuerpo, los más feroces y bravos son los que se crían en las riberas del Jarama y Tajo y así al muy bravo le suelen llamar jarameño”.
Pese a todo, las vacadas profesionales no nacerían hasta finales del s. XVII y tal y como se recoge en el Vademécum Taurino la más antigua registrada estaría en Colmenar Viejo. Sería la de Prudencia Bañuelos en 1786.
Otro dato curioso que indica este salto evolutivo lo detectamos en los llamados chismes de matar. Es en esta etapa cuando se sustituye la lanza por el rejón.
Con la subida al trono de Carlos I en 1517, la tauromaquia sufrirá un potente impulso. Preludio de ello serían los numerosos festejos organizados para su coronación y la determinación del monarca en lo que prestigiar la fiesta se refiere. Carlos I derogó determinadas disposiciones dictadas por Isabel la Católica y que, para su entender, menoscababan el esplendor de la fiesta. Pero Carlos I se encontrarías con la firme oposición de la Iglesia en lo que al mantenimiento de la fiesta se refiere.
A tal extremo llegaron las presiones eclesiásticas contra los eventos taurinos, que el propio Pío V en 1568 promulgó una bula en la cual se prohibía expresamente las celebraciones taurinas.
Por suerte dicha presión iría menguando durante el reinado de su hijo Felipe II, pese a las presiones del clero, como fue el caso de la carta remitida a su majestad por el cardenal Portocarrero el 25 de septiembre del 1680 y donde le advertía de los peligros para su alma y cuerpo que acarreaban los eventos taurinos. Incluso en 1680 y por orden expresa del Papa Inocencio V, se promulgó un edicto, que se expondría en todas las iglesias, conventos y monasterios y que decía: “…que hagamos que todas las personas regulares sujetas a nuestra jurisdicción observen y guarden puntualmente las disposiciones, se abstengan de intervenir ni asistan en manera alguna a las fiestas de toros”.
Pese a todo, tal era el arraigo de la tradición taurina entre los españoles que incluso el propio Felipe II se enfrentó a Roma, en defensa de la tradición española. Además, todo hace indicar que la asistencia y participación de gran parte del clero español en los eventos taurinos era algo más que frecuente. Buen ejemplo de esta defensa por parte del monarca es la carta del Cardenal Alexandrino, Nuncio de su Santidad y donde se recoge una conversación con el Rey: “Hablando por mi cuenta en una ocasión con S.M. traté de persuadirle que quitara las corridas de toros, y en suma hallé que literatos y teólogos han aconsejado muchos ha que no son ilícitas y entre otros alegan a Fray Fco. De Victoria. Y S.M. dice que no cree poderlas quitar nunca de España sin grandísimo disturbio y descontento entre todos los pueblos y en suma, no encuentro en este correspondencia.”.
Finalmente, la Iglesia no tuvo otro camino que plegar velas en sus ambiciones prohibicionistas. Es Gregorio XIII el 25 de agosto de 1575, es decir, ocho años mas tarde de la ineficaz prohibición de Pío V, el que promulga la siguiente bula:
“ Nosotros, inclinados por las suplicaciones de dicho rey Felipe, que en esta parte humildemente se nos hicieron, por la presente con autoridad apostólica revocamos y quitamos las penas de descomunión (sic…) sentencia y censura contenidas en la constitución del dicho nuestro predecesor, y esta cuanto a los legos y los fieles soldados de cualquier orden militar aunque tenían encomendados o beneficios de dichas ordenes con tal que los dichos fieles soldados no sean ordenados en orden sacra y que los juegos de toro no se hagan en día de fiestas….”.
En esta nueva etapa, la lidia ciñe todo su protagonismo en la nobleza española. Prima la lidia a caballo.
Lo que si permanece constante es la participación de nuestros perros de toros en los espectáculos taurinos. La documentación en este sentido sigue siendo abundante y avala su participación de forma común, en todo el territorio nacional. En ciertos casos, incluso podemos intuir cierta profesionalización de dicha participación tal y como podemos deducir en la carta de pago de D. Fco. De Cepeda en 1679 y que dice textualmente: “Don Juan y Don Pedro Pisón vecinos de Vilarubia de los Ojos, a los perros que tuvieron y murieron su poder veinte mil trescientos cuarenta reales de vellón que valen igual y que murieron en la celebración en virtud de la Orden de los Caballeros Corregidores. Comisario de toros de esta plaza firmado ocho de septiembre de este año por la celebridad del día de coronación de Don Juan.”
Documentación importante en este sentido es la recogida por Vargas Ponce en la cual al referirse a los toreros de a pié dice que llevan garrochas pequeñas, que echaban capas sobre los ojos del animal para detenerlos o soltaban ALANOS que hacían presa de los toros, sujetándolos y rindiéndolos.
Siguiendo con Vargas Ponce, este también diría: “La costumbre estableció, una vez corrido el toro y ya sin fuerzas para el festejo e inhábil para el campo, entregarlo al vulgo. Este, en desorden y de tropel, le postraba a fuerza de pinchazos dados de pasada con sus estoques y chuzos y la ayuda de perros. Para facilitar semejante carnicería se tocaba a desjarrete; y en tiempos antiguos los esclavos moros y, expulsos éstos, los esclavos negros o mulatos, traidoramente y con las mismas espadas que tan sin acuerdo les enseñaban los señores a esgrimir para que los guardasen –o bien con orquillas y medias lunas, género de guadañas al intento-, encojaban casi siempre los toros cortándoles los nervios e, imposibilitados hasta de huir, los remataban entre todos.”

Muy importante en esta etapa, para el posterior desarrollo de la Tauromaquia en general y de la participación de nuestros perros de toro en estos eventos, es lo que aconteció en Sevilla a finales del S. XVI. Es aquí y mas concretamente en su matadero, donde se fraguan las bases y desde donde a posteriori, se extendiera el arte del toreo a pie por toda España (estudios recientes hablan de un fenómeno similar en la ciudad de Cádiz). Para el perro de toro este evento es crucial, dado el papel relevante que estos tenían para los carniceros sevillanos, lo que supuso una participación de primer orden en todos los eventos taurinos del momento.
Todo comienza con la regulación, por parte de los Reyes Católicos, que realizarán en 1489, donde estos mandan construir una serie de edificios y corrales a las afuera de la llamada puerta de Minhoar, la cual pasaría a conocerse mas tarde como puerta de la Carne. Aquí se ubicaría el matadero y es aquí donde se centraría el sacrificio de las reses.
Antes de este dictado Real, hay constancia de que los sacrificios se realizaban en las distintas carnicerías, situadas en su mayoría en la popular plaza de la Alfalfa. Ya en esta época los perros de toro jugaban un papel fundamental en las labores de control y sujeta de las reses destinadas al sacrificio.
Retomando el tema en el punto del dictamen Real de los Reyes Católicos, la concentración en un solo lugar propició los actos denominados de “burlas al toro” especialmente entre los traslados de las reses desde los corrales al punto donde serían sacrificadas. Tan populares llegaron a ser estas improvisadas lidias, que incluso las autoridades se vieron forzadas a tomar cartas en el asunto, sobre todo para regular ciertas normas sobre los eventos y dotarlos de las infraestructuras necesarias.
Un buen ejemplo de la participación de los perros de toros en estos eventos y que da fe de la popularidad de los mismos, lo encontramos lo que en 1565 escribiera Joris Hoefnagel:
“ …. Junto a este matadero, tienen lugar un espectáculo divertidísimo, una cacería de toros, que son robustísimos; se les engorda allí y son notables por las fuerzas de sus cabezas y pechos; contra ellos se azuzan GRANDES y valientes perros a los que, ya de por si feroces y terribles, suelen sacar antes de que los maten, de modo que abalanzándose contra los perros con gran ferocidad, echando fuego por las narices, hiriendo la tierra con las pezuñas y haciendo saltar arena por los aires, les muestran siempre sus frentes y hieren a sus enemigos con sus cuernos y con tanto ímpetu les atacan que sus cuernos hirientes los tiran muy alto al aire y los recogen con las puntas de los cuernos cuando caen….”.
Es curioso pero lo que si se mantiene constante en el paso del tiempo es la descripción de cómo eran estos perros. En líneas generales se les describe como que es un perro de presa nacido de la unión del dogo con la mastina. Son corpulentos y musculosos, de cabeza grande, orejas caídas, nariz chata, cola larga, de morro extremadamente arremangado, de tal manera que el labio inferior no le cabe en la boca plegándose de forma tal que, en relajación, deja escapara por la comisura de los labios abundante secreción salival. Son verdaderas fieras cuando se les excita, y su mordedura, por la presa que hacen, temible en exceso, debido a los largos colmillos que poseen en ambas quijadas, con los cuales, una vez que han mordido a su satisfacción, sujetan de tal modo a lo que muerden, que no se logra desprendérselo, sino después de mucho trabajo.
Si un toro no entraba a ninguna vara, su suerte era la lucha con los perros de toros, preparados para el efecto.
La documentación existente entre 1577 y 1579, avalan y con creces el gran seguimiento social de estos eventos en la Sevilla de finales del XVI. Y es que no debemos olvidar que las fiestas del toro, junto con el teatro, fueron desde el S.XVI, las más generalizadas de todas las fiestas paganas, en España.
Buen ejemplo de esta popularidad, es que incluso tal actividad festiva, no pasara desapercibida ni para el propio Cervantes, el cual en su “Coloquio de los perros”, en el s.XVII, relatara el diálogo entre dos canes, uno de nombre Berganza y otro Cipión. Dentro de este el primero dice al segundo:
“Paréceme que la primera vez que vi el sol fue en Sevilla, y en su matadero, que está fuera de la puerta de la Carne; por donde imaginara (si no fuera por lo que después te diré) que mis padres debieron ser alanos de aquellos que crían los ministros de aquella confusión, a quien llaman jiferos. El primero que conocí por amo fue uno llamado Nicolás el Romo, mozo robusto, doblado y colérico, como lo son todos aquellos que ejercitan la jifería. Este tal Nicolás me enseñaba a mí y a otros cachorros a que, en compañía de alanos viejos, arremetiésemos a los toros y les hiciéramos presa en las orejas.”.
Tales eventos taurinos no solo eran frecuentes en la capital hispalense o en las grandes ciudades. La afición al toro y la presencia de perros de toro en tales festejos era algo común en todo el territorio. Un buen ejemplo de los eventos en pueblos podemos verlo en los versos de Fray Fco. De Tamayo en la Utrera de 1603.
“Hay en Utrera un sitio muy galano
Para juegos y fiestas muy famoso
De suelo fuerte, duro y arenoso
El cual sitio se llama el Altozano
Plaza de fiestas y de toros coso
Un toro y otro sacan de esta suerte
Con quien lances se hacen muy galanos,
A uno les dan allí muerte a otros les arrojan los alanos
Los cuales ver trabados de la oreja
No hay gusto que le corra a la pareja.”.
Otra buena cita sobre la participación generalizada y común de los perros de toro en los festejos populares, lo encontramos en las palabras de Araceli de Guillaume en el s. XVI.
“…los perros que muchas veces participaban en los espectáculos taurinos no eran cosa nueva. Su utilización tiene un origen venatorio y hace de los espectáculos taurinos una especie de montería al coso. Sin embargo, su utilización parece haber constituido en muchas ocasiones un capítulo cómico grotesco del espectáculo. En otros tuvieron una utilidad directa de servir de acicate a toros mansos o para, al contrario, controlar a uno particularmente bravo, pero el efecto general era irreversiblemente cómico, al menos para los observadores extranjeros.”.
Como consecuencia de todo este auge taurino y a posteriori fundamental para su desarrollo y reglamentación, es el interés que estos festejos empezaron a promover entre escritores de la época. Asistimos en estos momentos al nacimiento de las primeras crónicas taurinas y a los embriones de lo que mas tarde serían los tratados e historias de la Tauromaquia, como por ejemplo “Pepe-Hillo”, el “Paquiro” o el mismo Cossío.
De justicia es reconocer, como primera crónica taurina, la recogida por Baltasar de Alcazar, en el S.XVI, durante su estancia en el Castillo de la sevillana localidad de Los Molares. Tal evento taurino, se desarrolló en el patio de armas de dicho Castillo.
Como tratados podríamos citar infinidad de ellos, pero a modo de ejemplos bien valdrían el Tratado de la Caballería de Jineta (1572), el Tratado de la jineta y toreo con lanza, las reglas del toreo y un larguísimo etc……, lo cual demuestra una vez más la importancia del toreo en la sociedad española.
Con la subida al trono de Felipe IV, la lidia sufrirá un nuevo e importante impulso. Pero en esta nueva etapa se hará una diferenciación muy marcada entre los eventos taurinos de la nobleza, donde suelen participar únicamente caballeros a caballo y los del pueblo llano, eventos estos más sangrientos y caóticos en los que la utilización de perros parece más evidente.
Otra cuestión que influye de manera notable en el impulso de los eventos taurinos en esta época, es el mayor auge de nuestras ciudades, lo cual motivó mejores infraestructuras y eventos más numerosos y de mayor calidad. No había plaza mayor en el país que no contara con sus corridas de toros pertinentes. Cualquier justificación era suficiente: la canonización de un santo, una boda, un nacimiento, una visita……

 


Corridas de toros

Poco a poco, los cada vez mas desmesurados riesgos y las graves consecuencias de los eventos taurinos, fueron motivando una retirada progresiva de los nobles, al menos en su faceta protagonista.
A esto debemos añadir el desinterés Real originado por la llegada de los Borbones a la Corona española y sus lógicas influencias francesas.
Este escenario fue propiciando un progresivo auge del protagonismo del toreo a pie, ese tipo de toreo que ya de forma embrionaria se había estado gestando en Sevilla en la etapa anterior.
Pese a este contexto adverso, la reglamentación continuó su senda de afianzamiento. Solo se podían organizar festejos en los días establecidos y bajo la pertinente autorización Real.
Empiezan a aparecer las cuadrillas organizadas y el toreo empieza a ser más delicado y refinado. Esta nueva moda levantaba ciertas suspicacias entre los tradicionalistas de la época. Un curioso ejemplo de ello, es la carta histórica dirigida al Príncipe Pignatelli, donde Nicolás Fernández Martín hace ciertas referencias a comentarios de su abuelo sobre este asunto.
“Algunos años ha, con tal que un hombre matase a un toro no se reparaba en que fuese de cuatro o seis estocadas, pero hoy ha llegado a tanto la delicadeza, que parece que se va a hacer una sangría a una dama y no matar de una estocada una fiera espantosa”.
En este nuevo escenario el toreo pasó a ser algo más que un mero sacrificio de una res. La actividad toma derroteros mercantiles, apareciendo los arrendadores y explotadores de los cosos taurinos.
Dentro de ese impulso renovador, a mediados del S.XVIII, es cuando se comienza a distinguir las novilladas de las corridas, cuando se empiezan a definir las diferentes suertes (incluida la de perros) y lo que fue un hito para la fiesta: la aparición de la prensa taurina. El más antiguo de todos esos periódicos fue “El Mercurio Histórico y Político”, en 1738. Le seguirían muchos más como “El Diario de Madrid”, “El Diario Noticioso Universal” y otros tantos. En este sentido el S.XIX trajo un aumento importante de las publicaciones y como paso evolutivo de las misma, la aparición de la prensa especializada. Especial mención, en este sentido, merece Daniel Perea y sus dibujos sobre la tauromaquia en general y los perros de presa en particular, que realizara en la revista La Lidia, en pleno siglo XIX.
Como podemos observar, llama la atención el auge popular de la tauromaquia pese al “desprecio” y prohibiciones que esta sufría por parte de la Corona.
Un ligero repaso es más que suficiente para apreciar ese acoso y derribo de la fiesta por parte de la Monarquía.
Felipe V mantuvo la prohibición de los festejos taurinos hasta 1725. Fernando VI tampoco fue especialmente permisivo con ella, Durante los reinados de Carlos III y Carlos IV, la situación no mejoró en absoluto.
Pese a tan adverso escenario, cabe decir que las prohibiciones no pudieron aplicarse de manera efectiva en todo el territorio nacional. Pero eso no impidió el daño lógico que las prohibiciones ocasionaron, en cuanto a la calidad de los mismos. Prueba de ello son los fracasos en los primeros eventos organizados, después de que Fernando VII derogase las prohibiciones en

Pero ojo, pese a lo que se pueda pensar, esto no indica que por primera vez hasta la fecha, un Borbón apoyase la causa de la fiesta del toro. Nada más lejos de la realidad como después se demostraría. Un curioso ejemplo de ello es en los términos que sobre él se pronunciara D. Pascual Millán, en su tratado sobre La Escuela de Tauromaquia de la ciudad de Sevilla.
“…era perverso por inclinación, hacía el mal por instinto; no tuvo nunca una idea o un pensamiento grande”.

Afortunadamente, pese a la adversidad, la fiesta resurge fuertemente en la segunda mitad del s. XIX, motivado en gran medida por maestros como “Paquiro”, “Curro Cúchares” o el “Chiclanero”.
Muestra de este vigor es el intenso desarrollo normativo de la época.
El Reglamento de Melchor Ordóñez está considerado el primer reglamento “serio” sobre la regulación de los eventos taurinos. Se redactó como marco regulador para la Plaza de Toros de Madrid, en 1852 y su nombre viene dado por el Gobernador de la ciudad, en ese momento.
Se trataba de una normativa muy completa para la época donde además de las obligaciones y derechos de los asistentes, marcaba las pautas sobre las cuales se habría de desarrollar el espectáculo.
En cuanto a la cuestión que aquí nos ocupa, cabe destacar, dentro de este reglamento, lo que en su artículo 6º se recoge, sobre los perros de toros partícipes en estos eventos.
“Habrá una jauría de perros alanos, para cuando algún toro malo a la muerte requiera hacer uso de ellos”.
Esta norma sufrió, en los años venideros, ciertas modificaciones y fue tomada como base de desarrollo, del marco normativo, de otras muchas ciudades y pueblos del país.
Entre dichas modificaciones y concretamente a lo que a la suerte de perros se refiere, es de destacar la de junio del 1862, mediante la cual se le otorgaba al Sr. presidente del festejo, la potestad para la utilización de los perros de presa durante el desarrollo del evento, siempre que lo estimase oportuno.
Unos años más tarde, concretamente el 28 de mayo del 1868, nace un nuevo reglamento, concretamente el llamado “Reglamento taurino del Marqués del Villamagna”.
Más que hablar de un marco normativo innovador, se debería hablar de un desarrollo y mejora del ya existente. Igual que su predecesor, su ámbito de aplicación, continuaba siendo la Plaza de toros de Madrid.
Este Reglamento y sus posteriores desarrollos, sirvió, nuevamente, de referencia y guía para las regulaciones aplicadas en otras ciudades.
A modo de ejemplos podemos citar: El Reglamento de Corridas y Novillos de Barcelona de 1887, el de la Plaza de Zaragoza de 1887, Valencia 1889, Victoria 1890…etc.….
Quizás, de las innovaciones del nuevo texto, por su importancia y evolución, habría que destacar la obligación por parte de la Plaza, de contar con la presencia de un Veterinario con el fin de revisar las reses, perros y caballos.
Sobre la normativa que afecta a los perros de toro participes en estos eventos taurinos, son destacables los siguientes artículos.
Artículo 5 “Para el reconocimiento de los toros, caballos y PERROS, la autoridad se reserva el derecho de nombrar el número de revisores veterinarios que estime oportuno y necesarios”.
Artículo 7 “Solamente en el caso que un toro sea malo que no tome ninguna vara se usará la jauría de perros que a este efecto habrá preparada en la plaza. Y en el caso de que por su flojedad no tomase más de tres se emplearán las banderillas de fuego. Las jaurías contarán de doce perros, los cuales serán reconocidos en la cuadra de los caballos por el revisor veterinario, 48 horas antes de la función, de cuyo reconocimiento librará certificado, expresando en el mismo la reseña de los perros para que sea conocida del presidente.
Los perros estarán divididos en cinco grupos: dos de a tres y tres de a dos. Los tres entrarán los primeros en lid, si el primero no hiciese presa bastante para sujetar la res, el presidente dispondrá la salida de uno o más grupos, haciendo a la oportuna señal, con el pañuelo verde”.
Además, en este reglamento se hace específica mención de que los perros cuenten con la alzada y la fuerza apropiada.
El marco normativo, de la Plaza de Madrid, sufrirá una nueva variación y perfeccionamiento en 1880, de la mano del Gobernador Conde de Herédia Spínola.
Este nuevo marco regulador, en lo que a los perros de toro se refiere, da una vuelta de tuerca más, marcando una serie de exigencias físicas y psíquicas, que hasta el momento no se habían producido nunca. Concretamente su artículo 21 dice:
“Los Subdelegados a que se refiere el art. 17 reconocerán también los perros de presa, que tendrán la fuerza necesaria y serán de los acostumbrados a entrar en lidia por el frente del toro, conocidos vulgarmente con el nombre de limpios, dando cuenta del resultado que ofrezcan la inspección de los mismos por nota extendida y rubricada al pié de las certificaciones prevenidas por los artículos 18”.
El artículo 31 indicaría: “Los perros de presa estarán divididos en cinco grupos: dos de a tres, y tres de a dos, siendo aquellos los primeros que deban entrar en lid”.
En el artículos 41.2 podemos leer: “Que corresponde al Presidente mandar echar perros de presa cuando un sea tan cobarde que no tome, ni una sola vara en suerte, o esté tan completamente huido que no acuda a las cites de los lidiadores de a pié, cuando se rompa una pata o se desepe un asta, y también se rompiera la contra-barrera para subir al tendido, o se hubiera colocado por cualquier incidente, en el espacio comprendido entre las compuertas u otro punto del callejón de donde sea imposible hacerle salir con los capotes y demás casos imprevistos”.
Otro artículo en el cual encontramos referencias a los perros de toro es el artículo 42, “Para que salgan los perros el presidente flameará un pañuelo verde…”.
Pero lo mas llamativo de este Reglamento, lo encontramos en su artículo 100, el cual dice textualmente “Se declara para la inteligencia del público que no es obligatoria la observación de los artículos 31, 41 en su 2º parte y 96 referente al empleo de la jauría de perros, por la escasez de estos que hoy se nota, reservándose al Gobierno de la Provincia la facultad de destinarla oportunamente, para los casos en aquellos previstos”.
Sin duda este es un dato de primera magnitud, puesto que se trata de la primera referencia escrita que recogerá el inicio del declive de la raza, preludio de los oscuros tiempos que, para el perro de toro, deparará este país.
En lo que se refiere al resto del marco normativo del país, en su mayor parte estaba inspirado en el de Madrid y en lo que a los perros de toro se refiere, se manifestaban en similares términos.

 

(Cartel de Madrid del 1868, en el cual se puede leer “que no se lidiará más toros que los anunciados y que habrá dispuestas banderillas de fuego y doce perros de presa para los toros que no entren a varas, según lo disponga la autoridad; pero advirtiendo que el toro a quien se le echen, no será reemplazado con otro, ni se podrá exigir se aumente el número de perros”.)


Otro gran testimonio escrito de gran valor, sobre el perro de toro en la lidia española, durante este S. XIX, es dejado por Teofile Gautier “…..animales admirables. Se van derechos al toro, que manda por el aire a media docena de ellos; pero no puede evitar que uno o dos, los más fuertes y valientes, hagan presa en su oreja. Una vez que se han agarrado son como las sanguijuelas, se les puede retorcer sin lograr que soltaran. El toro sacude la cabeza, les da encontronazos contra la barrera, inútil todo. Cuando esto ha durado un rato, el espada o el cachetero mete un estoque por el costado de la víctima, que vacila, dobla las rodillas y cae en tierra donde le rematan. También se emplea a veces una especie de instrumento, llamado media luna, que corta los jarretes traseros y le incapacita para toda resistencia; en este caso ya no es un combate, es una carnicería repugnante.”
Más tarde, la Real Orden del 28 de junio de 1904, dará inicio a un proceso unificador de doctrinas, en lo que a la reglamentación de espectáculos taurinos en el territorio nacional se refiere.
Cabe destacar que las normas cada vez se hacen más restrictivas, exigiendo cada vez más medidas de seguridad y unas instalaciones adecuadas, para todos aquellos eventos taurinos que se pretendieran organizar.
En 1917 nacería el primer Reglamento taurino de ámbito nacional. Por primera vez EN TODA NUESTRA HISTORIA, el perro de toro español, quedaría relegado de la Tauromaquia española, cuestión que aún se mantiene vigente y traería gravísimas consecuencias para esta raza milenaria, llevándola prácticamente al ocaso.

(6 de octubre del 1949, últimas banderillas de fuego de la tauromaquia española).

Pero como colofón a todo este recorrido histórico y máxime tratándose del protagonista que nos ocupa, que no es otro que nuestro perro de toro, quisiera hacer una especial mención a dos asuntos significativos para la historia de nuestros perros. Uno es lo acontecido en la plaza de toros de Madrid, un 9 de Setiembre de 1849: “…. En quinto lugar, salió el toro Brocho o Naranjero, de la ganadería de Aleas, según la prensa huía de su misma sombra y mereció por ello la infamante pena de ser muerto a dentelladas: << Salieron tres perros como tres luceros, y Naranjero (que así se llamaba el bicho) tuvo la suerte de matar a uno, herir a otro y hacer huir al tercero. Animado éste con el refuerzo de otros dos nuevos compañeros acometieron de refresco, más tan buena maña se dio el condenado toro que en menos de un verbo se deshizo de todos. Seis veces se repartió la operación de echarle tandas de dos, tres y aún cuatro perros y otras tantas tuvo Naranjero la destreza de acabar con ellos. De los 18 o 20 que salieron a la arena quedaron muertos siete, muy mal heridos tres y los restantes acongojados de estangurria o mudos del susto y solo seis quedaron con fuerza para ladrar. Aniquilando completamente el depósito de canes, el pueblo se mostró clemente por segunda vez pidiendo el perdón del vencedor, y Naranjero pasó al corral”.
El otro asunto es el reconocimiento a todos aquellos criadores, que desde el anonimato propiciaron la leyenda de esta milenaria “raza” de bravos canes. Muy especialmente resaltar a:
Isidro Burgos, vecino de Chamartín (Madrid). Firmaría un contrato con l Ayuntamiento de Madrid, para suministrar perros de toro, cobrando 300 reales por toro. Uno de los carteles, concretamente del 7 de noviembre del 1814, diría así: “…..Con el objeto de hacer más lúcida esta función, por ser la última, y que el público logre la afición que se le apetece, se ha dispuesto que al toro que le parezca al magistrado se echen dos valientes perros de presa, que una persona bienhechora de los hospitales franquea a dicho fin; en inteligencia de que además estará de reserva una perra, también de presa, por si se desgraciare alguno de los dos perros, que se soltarán en la forma acostumbrada”.
Luis García Chavillo, vecino de Albacete. Chavillo puede que sea el mayor criador de perros de toros de toda nuestra historia.