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ARTÍCULOS

CLUB NACIONAL DEL DOGO ESPAÑOL

UN DOGO ESPAÑOL SE PASEA POR LA PLAZA MAYOR DE MADRID (PARTE 1º)


 

UN DOGO ESPAÑOL SE PASEA POR LA PLAZA MAYOR DE MADRID

 

Al Club Nacional del Dogo Español con motivo de su I Exposición Monográfica.

Eduardo De Benito 16/01/2022

 

En aquel sitio no se escuchaba otro ruido que el ladrar de perros feroces, perros de formidables mandíbulas, y ancha cara de dogo…

La Plaza Mayor de Madrid, hoy espacio invadido por turistas irrespetuosos de las tradiciones, fue en el pasado lugar de recreo y solaz de la Corte, donde acudían los madrileños buscando ocio. Allí tuvieron lugar festejos de exuberante ornato, siendo los toros esenciales en las fiestas de la Capital del Imperio. El 3 de julio de 1619 se inauguraba la Plaza Mayor de Madrid, y lo hacía con un gran espectáculo taurino, con quince toros y los perros de presa. La última corrida fue en 1846, celebrando la doble boda de Isabel II y su hermana la infanta María Luisa. Esta plaza es un arquetipo, un modelo de otros muchos cosos donde se corrieron toros y se soltaron dogos. El trasiego de ejércitos extranjeros durante la Guerra de la Independencia y los viajeros románticos, que dejaron su testimonio en relatos y estampas, convirtieron las corridas en uno de los signos de identidad de España.

Decían nuestros Ilustrados que el toreo era jolgorio propio de un pueblo bajo e inculto, muy querido del marquesito vestido de majo o la señorona vestida de manola. La nómina de intelectuales anti taurinos de nuestro país es mastodóntica, pero los toros les han sobrevivido. Poco escribieron nuestros ilustrados contra la suerte de perros, afanados en repudiar la totalidad del toreo, pero merece traerse aquí la crítica de José de Vargas Ponce (1760-1821) en su “Disertación sobre las corridas de toros”, escrita en 1807, como ejemplo de ese rechazo: “El modo de lidiar los toros echándoles perros, inicua paga que, apurados todos los recursos para obligarlos a hacer mal, les daban hombres más encarnizados que los toros mismos; esta suerte, horroroso ejemplo de la antipatía de ciertas castas de brutos, por conocida bastará con solo mencionarla”. Para el filósofo Jaime Balmes (1810-1848): "Las fiestas de toros son indignas de un pueblo civilizado y los extranjeros asistentes a dicho espectáculo se hacen cómplices de la barbarie española”. Lo cierto es que los viajeros europeos que se aventuraban a visitar aquella “incivilizada España”, quedaban atrapados por la tauromaquia. El escritor alemán Johann Ernst Daniel Bornschein en 1805 comenta la pasión madrileña por los toros: “Los habitantes de Madrid prefieren este espectáculo a todos los demás, y nadie se excluye de ello. La furia, también de la clase más pobre del pueblo, de querer asistir a estos combates llega a tal extremo que venden sus vestidos, camas y otros objetos” Las palabras más justas se encuentran en el libro “Viaje de Viena a Madrid” del austriaco Joseph Hager (1757-1819) “Es un espectáculo que vale la pena verlo, a pesar de tantas críticas. Aquí es donde delante de la mirada de un numeroso público se desarrolla el valor español, la habilidad adquirida y el desprecio del peligro” Madrid no era la ciudad de “pícaros, putas, pleitos, polvos, piedras, puercos, piojos y pulgas”, como la estigmatizó el católico holandés Hendrick Cock en 1583.

PERROS Y TOROS VISTOS POR LOS EUROPEOS

Cuando el toro era receloso y cobarde, y por tanto no podía el torero acercársele, se soltaban los dogos, generalmente en número de seis, de la jauría que la Villa de Madrid tenía contratada para este fin, y aprovechando las acometidas del toro a los perros los toreros de plata llevaban a cabo su cometido. Por aquello de que lo cotidiano carece de interés no son muchas las referencias a la suerte de perros en la pluma de los escritores españoles a partir del siglo XVIII. Perros de presa y toros corren por las venas de España desde su fundación. Los viajeros extranjeros que nos visitaban dejaron abundante testimonio del empleo de perros en las corridas.

ANTOINE DE BRUNEL (1622-1696) en “Viaje a España” (Voyage d'Espagne, curieux, historique, et politique faite en l'année 1655), se encuentra entre los primeros viajeros gratamente sorprendido por una corrida: “Resulta hermosa la vista que ofrece la plaza en dicho día. Toda ella se engalana con el más selecto público de Madrid instalado en los balcones tapizados con el mayor lujo posible con paños de diversos colores. (…) Se mataron este día unos veinte toros (…) En ocasiones, cuando es difícil y peligroso acercarse a ellos, se sueltan perros contra los toros”.

ALEJANDO DUMAS (1802-1870), el autor de “Los tres mosqueteros”, con ocasión del matrimonio del duque de Montpensier con la hermana de la reina Isabel II, viaja a España acompañando a la comitiva real francesa y es testigo de la última corrida celebrada en la Plaza Mayor. Era el año 1846. Producto de ese viaje es su libro “De París a Cádiz”, en el que narra la suerte de perros. Es la suya una de las descripciones más amplia que vamos a encontrar, posiblemente por su condición de novelista, que impregna de dramatismo toda la narración. “Al toro, por mucho que los picadores lo aguijonearon, por mucho que los banderilleros le clavaron sus banderillas, nada pudo decidirlo al combate. Fue entonces cuando retumbó el grito: «¡Perros! ¡Perros!». Cuando un toro no se decide a atacar, cuando no se cree presa del dolor, en suma, cuando no se conduce como un valiente toro, se pide ya sea perros, ya sea fuego. Esta vez pedían perros. El alguacil interrogó con la mirada al palco de la reina, e hizo la señal de que eran consentidos los perros. Apenas este gesto fue realizado e interpretado, todo el mundo se alejó del toro. Se hubiese dicho que el animal tenía la peste. Se quedó inmóvil, solo, en el centro de la arena, mirando a su alrededor, como asombrado por el descanso que se le concedía. (…) Entró un hombre llevando un perro en sus brazos; le siguió un segundo hombre, y luego un tercero al segundo. En total seis hombres entraron, armados cada uno con un terrible perro. Al ver al toro, los seis dogos estallaron en ladridos; los ojos se les salían de las órbitas, sus bocas se abrieron hasta las orejas; habrían devorado a sus amos, si sus amos no los hubiesen soltado. Sus amos, que no se preocupaban por morir como Jezabel, soltaron a sus animales, que arremetieron contra el toro. El toro, al verlos, había adivinado lo que iba a pasar y había reculado hasta pegarse a la barrera. En un segundo, la jauría aullante atravesó todo el ancho de la arena y el combate comenzó. Contra estos nuevos antagonistas, el toro recuperó todo su vigor; se habría dicho que el coraje, que lo había abandonado en la lucha con los hombres, volvía a él al enfrentarse a sus enemigos naturales. (..) Un perro fue arrojado a la plaza entre los espectadores; otro, lanzado casi perpendicularmente, cayó sobre la barrera y se destrozó los riñones al caer. Los otros fueron pisoteados por el toro, pero se irguieron de nuevo. Dos lo tomaron por las orejas; otro, que era el más chico, lo tomó por el hocico; el cuarto lo rodeó. De golpe, vencido por un dolor horrible, el toro lanzó un terrible mugido, después intentó escapar a ese dolor que lo perseguía, cada vez más intenso. Su cabeza erguida parecía la de un animal informe, pues los tres perros no habían soltado presa, así como el cuarto, y sus extrañas excrecencias parecían formar un solo cuerpo con él. Dos veces dio de ese modo la vuelta a la arena, luego intentó apartarse a derecha e izquierda, coceó, rodó, saltó; todo fue inútil: las inflexibles mandíbulas permanecieron apretadas, y el toro se detuvo, vencido, la cabeza gacha, la delantera del cuerpo inclinada sobre sus dos rodillas. (…) La gente gritó «¡Bravo perros!» como había gritado «¡Bravo toro!» como había gritado «¡Bravo Cuchares!» Son los toros bravos los que son golpeados de frente, son los que intentan matar los que se matan; a los otros se los asesina de lado, se los apuñala por detrás. El chulo avanzó hacia el toro y le hundió tres veces su espada en el flanco antes de que cayera. Fue necesario que los amos viniesen a separar a sus perros del animal muerto. Todavía lo aferraban. ¿Sabe usted cómo se realiza esta operación y mediante qué procedimiento homeopático se fuerza a los dogos a aflojar la mandíbula? Nada más sencillo: se les muerde la cola”

MARIE CATHERINE D´AULNOY, aristócrata francesa, que visitó nuestro país escribiendo posteriormente su “Relación del viaje a España en 1679 y 1680” no duda en describir con detalle una corrida de toros con perros. Ya traté los errores de esta autora confundiendo dogos españoles y perros ingleses en Candil Cinológico:

“Cuando un toro se defiende mucho rato y el Rey desea que otros aparezcan en la lidia (porque los nuevos son agradables, pues cada uno tiene su manera particular de combatir), echan a la plaza varios perros de presa ingleses, de una raza semejante a la de aquellos que los españoles llevaron a las Indias en tiempo de la conquista; son pequeños y de patas cortas, pero muy resistentes y tan duros de boca que cuando se agarran dejaríanse hacer añicos antes de soltarse sin arrancar el bocado en que hicieron presa. Algunos mueren atravesados por las astas del toro, que después de enristrarlos los arroja a gran altura; pero a fin le sujetan dando tiempo para que le corten las piernas con la media luna; esto se llama jarretar el toro”.

CHRISTIAN AUGUST FISCHER (1771-1829), escritor y viajero alemán, en “Viaje de Ámsterdam vía Madrid y Cádiz a Génova en los años 1797 y 1798” recoge similares acontecimientos.

“Los espectadores, para variar su placer, comenzaron a gritar desde todos los lados para pedir los perros, ¡perros! ¡perros!. Entonces comenzó una pelea que mostró el asombroso instinto de estos dos animales: uno buscaba ganar por astucia, el otro por la fuerza. El perro siempre apartaba a su enemigo y se alejaba a cada movimiento del toro; éste siempre tenía los cuernos preparados para lanzar a su enemigo por los aires, lo que consiguió varias veces. Si el perro evitaba el golpe, y finalmente lograba agarrar al toro, éste lo arrastraba con furia, e intentaba pisotearlo o aplastarlo contra la valla: entonces se soltaba otro, y quedaba indefenso. Lo cierto es que seguía arrastrando a los perros; pero éstos no se soltaron y permanecieron firmemente pegados a sus orejas. Para desatarlos, entraron en la arena ocho hombres muy fuertes, que agarraron al toro por la cola, para quitarle la fuerza; luego lo tomaron por las patas traseras, lo derribaron al suelo y le apretaron sus partes. Entonces se derrumbó por completo, y los perros lo soltaron inmediatamente. Unos minutos después, el toro se levantó con un rugido; estaba temblando y parecía seguir buscando a su enemigo. En ese momento entraron unas vacas en la arena, y él las siguió de buen grado al recinto. Se trajo otro toro. Esta escena se repitió seis o siete veces seguidas.” Este autor en otro libro, “Cuadros de Madrid”, hace una detallada descripción de la Plaza Mayor y del deleite que le supuso un puchero (¿cocido madrileño?) que devoró en una tasca cercana.

THÉOPHILE GAUTIER (1811-1872) es sin duda uno de los escritores más importantes de su tiempo. En 1843 publica “Voyage en Espagne”, donde expresa su admiración por los mastines y galgos que vio en Castilla: “Junto a los burros deambulaban también perros de pura sangre y de una raza soberbia, perfectamente angulados, corpulentos y acicalados, entre otros los grandes galgos al estilo de Paul Veronèse y Velázquez, de un tamaño y de una belleza admirables” Tras acudir a una corrida de toros escribe: “Las banderillas de fuego solo se conceden en el último extremo, es una especie de deshonra cuando uno se ve obligado a recurrir a ellas, pero cuando el alcalde tarda demasiado en agitar el pañuelo en señal de permiso, se arma tal revuelo que se ve obligado a ceder. Hay gritos inimaginables, gritos y temblores, algunos vocean: ¡banderillas de fuego!, otros: ¡perros! ¡perros!” El toro es abrumado de insultos”

FRANÇOIS BOURGOING (1745-1811). La suerte de perros fue conocida en Europa gracias a los grabados de Antonio Carnicero que ilustraron varias ediciones del libro “Tableau de l'Espagne moderne” escrito por el francés Jean François Bourgoing. Su descripción de los dogos enfrentados al cornúpeta es de un hermoso dramatismo: “Los Picadores abren la escena. A menudo, el toro, sin ser provocado, se abalanza sobre ellos; y todos auguran su valor. Si, a pesar del afilado hierro que repele su embestida, vuelve enseguida a la carga, los gritos se redoblan; ya no es placer, es entusiasmo; pero si el toro, pacíficamente se pasea cobarde por la plaza, los murmullos, los silbidos resuenan en todo el espectáculo. Todos los que están a su alcance le lanzan insultos y golpes. Parece que es un enemigo común que tiene un gran crimen que expiar. Si nada puede agotar su valor, se juzga indigno de ser atormentado por los hombres, y los repetidos gritos de ¡perros!, ¡perros! despiertan nuevos enemigos. El animal recupera entonces el uso de sus armas naturales. Los perros son lanzados al aire, caen de nuevo en la arena, aturdidos y a veces desgarrados; vuelven a levantarse, inician de nuevo la lucha y, por lo general, acaban derrotando a su adversario, que perece entonces por un horrible golpe.”

Abro un breve paréntesis para recordar que Antonio Carnicero (1748-1814), pintor de cámara de Carlos IV, grabó una serie de doce estampas más la portada, recogidas en “Colección de las principales suertes de una corrida de toros” en homenaje al torero Pedro Romero que acababa de imponer su estilo sobre el de Costillares y Pepe-Hillo en las corridas que tuvieron lugar en 1789 celebrando la proclamación de Carlos IV. Las estampas de Carnicero y otras similares, de menor valía artística, se difundieron por Europa en periódicos, libros y láminas coloreadas dando a conocer el toreo en todos los rincones del continente.

EUGÈNE PIOT (1812-1890), fotógrafo y grabador francés que visitó España acompañando a Théophile Gautier, fue el primer crítico de la “Tauromaquia” de Goya y comenta. “En las corridas de toros, el espectáculo no es solamente en el ruedo, también está en los tendidos, que se apasionan indistintamente por el hombre o por el animal, según su valor, al que gritan: Bravo, toro. A los toros que sin valor rehúyen el combate, lo cual ocurre alguna vez, el pueblo grita: Perros, perros, y el alcalde da orden de arrojar cinco o seis vigorosos dogos a los que el toro lanza a su alrededor, pero que acaban por engancharse a sus orejas y lo inmovilizan. Entonces viene el cachetero, el puntillero, que hunde su puñal entre los dos cuernos del toro que cae muerto”

RICHARD TWISS (1747-1821) comerciante inglés residente en los Países Bajos, aficionado a viajar y escribir el relato de sus vivencias, narra una corrida en “Travels Through Portugal and Spain in 1772 and 1773” En los textos de autores ingleses los perros de presa españoles utilizados en las corridas son denominados “bull-dog”, en tanto que los autores franceses se refieren a ellos como “dogues”. Es importante señalar esto por la confusión que ha generado el empleo de libros de la canicultura británica para el conocimiento de razas no inglesas, llenando Europa de supuestos “bull dog” al referirse a castas de perros de presa locales. Indudablemente los tres bull dog que menciona Richard Twis son tres perros de presa españoles. Veamos su relato, en el que encontramos otro de los tópicos extendidos en Europa contra nuestra colonización americana, el uso cruel de los perros contra los indios:

“Los combatientes de a pie no están expuestos a mucho peligro; su seguridad depende de sus capas, que arrojan sobre la cabeza del toro cuando es acosado por él, y por ese medio evaden al animal, que siempre oculta sus ojos antes de atacar. Algunos toros no luchan en absoluto: pero de los que lo hacen, cada uno tiene su manera peculiar. Luego vi varios de los primeros: el populacho gritó, "los perros, los perros", a lo que tres “bull-dog” fueron dejados sueltos, y en un momento agarraron al toro por las narices con una mordida igual, si no superior, a la de los perros ingleses; lo clavaron en el suelo, y luego el matador lo mató, clavando una pequeña daga en la columna vertebral detrás de los cuernos; los perros no pudieron ser forzados a abandonar su agarre, aunque el toro estaba muerto, hasta que sus amos casi los estrangularon atando unas cuerdas a sus cuellos”. Los perros son de la misma raza que los españoles llevaban consigo cuando conquistaron América, y por medio de los cuales cautivaron a los nativos para hacerlos pedazos”.

Del libro de Twiss lo que más de me ha gustado es la sorpresa del inglés al ver que los españoles liábamos picadura de tabaco para fumar, cosa que los ingleses desconocían: “Muchos españoles fuman el tabaco desmenuzado y envuelto en un pequeño trozo de papel, y llaman a este método de fumar “chupar tabaco en papel”

La nómina de trotamundos que narran su experiencia al visitar España es amplia, ejemplos son los ingleses Henry Swinburne (1743- 1803) en “Travels trough Spain, in the Years 1775 and 1776”; Richard Ford, (1796 - 1858) en “A handbook for travellers in Spain”; John Talbot Dillon, (1740- 1805) en “Travels through Spain”, o de habla francesa como Justin Cénac-Moncaut, (1814-1871) en “L’Espagne inconnue” de 1861; Alexandre de Laborde, (1773-1842) en “Voyage pittoresque et historique de l'Espagne”; Jean-Marie-Jérôme Fleuriot, (1749-1807) en “Voyage en Espagne” de 1796. No creo necesario insistir en este tema, pues en general no aportan nada nuevo. Los toros sorprendían y en la mayoría de los casos apasionaban a los viajeros que recorrían España.

LETRAS DE NUESTRA TIERRA.

Serafín Estébanez Calderón (1799-1867) escritor costumbrista y crítico taurino bajo la firma "El Solitario" en los diarios “El Correo Nacional” y “El espectador” de 1841 a 1843, comentó en sus crónicas la suelta de perros. En algunos casos éstas eran un verdadero desastre y en este caso el periodista termina proponiendo que el perrero llegue a ministro del gobierno

"El cuarto fue de Harranz, negro y casi manco, condición que no agradará nunca a los españoles, a pesar de los esfuerzos de ciertas gentes. (...) El público pidió perros y los perros salieron, pero era tal la mansedumbre del toro, que transmitió su benignidad a los contrarios ladradores. No se ha visto espectáculo igual; el toro mosqueándose y los perros saltándole a los lados que parecía cosa ensayada. Hubo quien quiso pedir perros para los perros, pero no siendo esto costumbre salieron los cabestros y se llevaron al toro manso. (…) Indudablemente no había perros de reserva, pues no los vimos salir, a pesar de que los tres que acometieron al toro no le quisieron sujetar. El lance es que como en España se ofrece lo que no se puede cumplir y todo se hace al revés, el amo de los perros que no tenía en la traílla más de tres, y estos sin presa y flojos, era el que más instaba para esta suerte; "¡bendito seas, perrero del alma, que no sé cómo no te encuentras ya de ministro!"

Del octavo toro de la corrida del 19 de septiembre de 1843, escribe: “Salió Cúchares, quien haciendo gigantones y agachaditas con el toro, ni éste le acometía, ni aquél le citaba, tomando uno y otro una prudente defensiva. Esto produjo tal carcajada de risa en la tarde y en el tiempo, y en las nubes y en los celajes, personajes todos que asistían a la función, que se les vinieron las lágrimas a los ojos con tal facundia de arroyos y con tanta elocuencia de aguaceros, que convirtieron aquello en un verdadero diluvio. Esto hizo retirar a Cúchares, salió la media luna con todo su acompañamiento para desjarretar a semejante alimaña. Tampoco tuvo lugar esta vistosa suerte y fue preciso que saliesen los señores perros a dar fin en el séptimo cuadro, como lo verificaron a satisfacción del público, y consuelo y descanso del toro".

PERROS, PITOS Y PLEITOS

José Antonio de Armona, Corregidor de la Villa madrileña entre 1777 y 1792, entre sus numerosas obligaciones tenía la de regular los entretenimientos urbanos como el teatro y los toros, legislando sobre tales asuntos. En asuntos taurinos tuvo un desencuentro con el conde de Campomanes, gobernador del Consejo de Castilla. Al tener noticia el corregidor Armona de que había muerto en la plaza uno de los mozos que sacaban a los dogos y los azuzaban contra los toros, se decidió a intervenir en el asunto. Con frecuencia estos perreros salían bebidos a la arena y con la valentía que otorga el vino se arrimaban mucho al astado. Ya fuera por no dominar el arte de los recortadores o por la embriaguez, las desgracias eran frecuentes y los pitos atronaban la plaza. Creo yo que pretendiesen imitar el llamado “corte castellano”, ese citar al toro de frente, cuartear para ganarle terreno y una vez a salvo de la embestida, detenerse y arquear el cuerpo, pasando la punta del pitón a unos centímetros de la espalda del recortador. Los más brillantes en tan arriesgadas piruetas se convertían en héroes populares, mejorando su condición económica.

Con intención de evitar esos accidentes promulgó un edicto ordenando que fuesen los propios toreros los encargados de sacar a los dogos e incitarlos a embestir a los morlacos. No fue del agrado de los toreros la medida y en especial de los sevillanos Costillares y Pepe-Hillo, que tenían corrida en Madrid pocos días después. Sus apoderados notificaron que en todo obedecerían al gobierno madrileño “pero que en esto no podían hacerlo, porque ellos y los individuos de sus cuadrillas no eran perreros, sino toreros, ejercitados en el arte y destreza de torear. Que les sería muy indecoroso, y se harían burla de la plaza, si tales ejecutasen, protestando que primero dejarían de torear en Madrid que salir con los perros de sus jaulas, si les compeliese a hacerlo”.